El Cantábrico es un pequeño mar lleno de belleza y encanto, lo mismo que su litoral, festoneado de preciosas bahías, calas, acantilados, rías y playas de suave y blanca arena. Pero este pequeño mar con frecuencia se agira y se vuelve duro y en extremo peligroso. Cuando esto ocurre, las brisas suaves y apacibles cambian a fuertes vientos y su tersa superficie se levanta en olas violentas y se pone en marcha la terrible resaca costera. Sobre todo en el Golfo de Vizcaya, saco donde vienen a encerrarse muchos de los temporales venidos desde el Atlántico, el viento y las olas acaban estampando en la costa rugientes masas de agua que llevan en sí una fuerza destructora increíble.
Nadie podrá calcular jamás los hombres que el Cantábrico ha engullido por causa de los temporales, o de sus repentinas galernas, o los que perecieron en las barras de sus rías cuando el mar se muestra agitado. Año tras año, desde quién sabe cuándo y hasta bien entrados los años del siglo XX, en un lugar u otro del litoral cantábrico, embarcaciones de todo tipo, preferentemente pesqueras, han naufragado lejos de la costa o a la vista de ella, o contra las barras fluviales y en los acantilados, al alcance del puerto que les ofrecía resguardo seguro, llenando de luto y sumiendo en la miseria a las familias de los pescadores desaparecidos.
Tres fueron casi siempre las causas principales de tales acontecimientos: Lo impredecible de los cambios atmosféricos, las condiciones inaporpiadas de las embarcaciones para resistir los embates de los temporales y la falta de medios de auxilio, tales como flotadores, cinturnos de corcho o cualquier otra especie de salvavidas.
Solían ser embarcaciones de poco puntal, relativamente ligeras, sin cubierta...Por lo general solían ir sobrecargadas de tripulantes, enseres y aparejos de pesca, a lo que se añadía el peso de las capturas recogidas. De ése modo perdían mucha de la capacidad de maniobra y sus bordas bajaban a niveles peligrosos, por lo que las crestas de las olas revueltas saltaban adentro con facilidad. Las lanchas caleras ofrecían mejeores condiciones, no muchas, para hacer frente al oleaje; pero no las traineras y los bateles, cuya seguridad era nula cuando se trataba de capear un temporal.
A comienzos del siglo pasado, en los pueblos del litoral cantábrico todavía se recordaba con horror la galerna del día 20 de abril de 1878, la Galerna del Sábado de Gloria, que hizo naufragar a una buena parte de las embarcaciones que se dedicaban a la pesca del besugo, haciendo que perecieran 254 hombres. Y aunque no por tal magnitud de catástrofe, sí por lo significativo de sus muchas víctimas y el relato posterior de los supervivientes, se rememoraba igualmente en un lugar destacado el naufragio de la trainera de Luis Carril, volcada por una súbita ráfaga de viento huracando el 19 de octubre de 1892.
En esta ocasión los pescadores siniestrados permanecieron muchas ghoras aferrados al casco de la embarcación, hasta que nueve de ellos, uno tras otro, con pleno conocimiento de su fin fueron desapareciendo bajo el agua, según el agotamiento y la desesperación iban quitando fuerza a los dedos helados que ya en vano trataban de clavar sus uñas en la madera para seguir a flote. Unos simples cinturones de corcho o unos pequeños bidones vacíos hubieran sido suficiente para haberse salvado. De los trece tripulantes de la trainera de Carril, solamente cuatro pudieron ser rescatdos con vida. Aún no haciaa dos años que esos hombres habían sido recibidos apoteósicamente en San Sebastián, tras haber ganado una fabulosa regata de traineras de 10 millas de recorrido, realizado a lo largo de la costa entre Lequitio y Guetaria, a una tripulación de Ondárroa.
En esos naufragios, así como en otros anteriores y otros muchos más después, la galerna se les presentó de improviso, con las embarcaciones alejadas a muchas millas del puerto y los tripulantes confiados en el buen cariz del tiempo.
Entonces existía la creencia generalizada de que los temporales del Cantábrico no se podían predecir de un modo efectivo, y se confiaba mucho en la suerte para que si se presentaban, no fueran tan peligrosos como para poner la vida en peligro a quienes estaban en la mar. Aunque muchas veces era la imperiosa necesidad lo que forzaba a dejar la seguridad del puerto para ir a pescar, a pesar de que el tiempo se mostrase amenazador. Pero en ocasiones, los pescadores también se hacían a la mar por el simple desprecio al peligro, de la misma manera que despreciaban llevar consigo utillaje de salvamento. A muchos les impulsaba a obrar así un ignorante fatalismo, ya que en sus familias y durante generaciones, siempre habia habido siniestrados en la mar; de modo que , efectivamente, pertenecían a dinastías de náufragos. Con un condicionamiento mental semejante ¿qué otra cosa se podía hacer?. Pues encogerse de hombros, preparar los aparejos, izar la vela o ponerse a remar mar adentro, en busca del sustento de sus familias.
De todos modos, el origen de las tragedias en el Cantábrico estaba en las tormentas repentinasm en las temibles galernas. Por ello siempre hubo personas preocupadas en la predicción de los cambios atmosféricos; pero siempre resultaba muy difícil sino imposible, realizar unos pronósticos del tiempo que fueran seguros y racionales.
Ya para mediados del siglo XIX, Leverrier, director del Observatorio Astronómico de París, había apuntado que los datos meteorológicos recogidos con fines estadísticos eran de gran utilidad para el conocimiento de la climatología, pero que no servían para predecir las tempestades. A partir de entonces se centralizaron en París todas esas informaciones obtenidas mediante el uso de diferentes aparatos y se comenzaron a publicar casrtas sinópticas del tiempo, primero sólo para Francia y después, para el resto de Europa.
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