Pereda y el ábrego en Cantabria

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Pereda y el ábrego en Cantabria
« en: Lunes 16 Enero 2006 12:13:29 pm »
Os recomiendo la siguiente lectura del escritor cántabro José María Pereda. Pertenece a su novela "El sabor de la tierruca" y describe con todo lujo de detalles la llegada del viento ábrego a la Montaña de Cantabria; un auténtico relato meteorológico.

Os pego a continuación el capítulo XXII de la citada novela, llamado "Entreacto ruidoso". es un poco largo, pero merece la pena su lectura.

Los que madrugaron al otro día (y cuenta que en Cumbrales se levanta al alba la gente) vieron que, mientras el sol salía embozado en crespones de escarlata, sobre las lomas del Sur relucía, fulguraba el celaje, como si fuera lago de cristal fundido; lago con islotes de nácar y grumos de oro; a trechos, ondas purpúreas, blancas vedijas inalterables, y rabos de gallo más efímeros, sobrenadando; y por riberas y marco en toda la redondez de este espacio, moles de negras y plomizas nubes amontonadas. Entre una y otra mole, densas brumas cenicientas, valles fantásticos de aquellas raras montañas que se prolongaban, en contrapuestos sentidos, en forma de ásperas cordilleras. En lo más alto del cielo, tenues veladuras rotas; luego el éter purísimo hasta el horizonte del Norte, donde el celaje era cárdeno, mate y estirado, como una inmensa lámina de acero sin bruñir.

El aire era tibio y pesaba tanto sobre el ánimo como sobre el cuerpo; ni una hoja se movía en los árboles, ni una yerba en los campos; la vista y el oído adquirían un alcance prodigioso; las tintas de las montañas, más que calientes, parecían caldeadas; los contornos y relieves flotaban en un ambiente seco y carminoso que, acortando las distancias, engrandecía las moles; y el silbido del pastor y el sonar de las esquilas del ganado, llegaban claros y perceptibles al oído desde los cerros del Mediodía.

Cuando en la Montaña amanece entre estos fenómenos de la naturaleza, todo montañés sabe qué viento va a reinar aquel día; y entonces se llama al espacio brillante rodeado de nubarrones, el agujero del ábrego.

Y por allí salió este caballero, en la ocasión de que se trata, dos horas después de amanecer.

Salió blando, sosegado y apacible, y como de recreo por el campo de sus hazañas, jugueteando con el humo de las chimeneas, las mustias y ya escasas hojas de los árboles, las yerbecillas solitarias de los muros y las sueltas y errabundas pajas de la vega... Lo que haría cualquier cefirillo de tres al cuarto. En Cumbrales no levantaba el polvo de las callejas, ni movía las puertas entornadas, ni siquiera los pliegues de un refajo ni los picos de una muselina.

Así es que el señor cura tocó muy tranquilo a misa mayor, y luego las tres campanadas para los perezosos; y la iglesia se fue llenando de gente que nada temía y sólo se quejaba del «bichorno, poco al consonante de la bajura del mes que iba corriendo».

Con esta tranquilidad en los espíritus y sin alterarse la de la naturaleza, comenzó la misa, gorjeada y solemne.

Pero no había llegado el Credo a la mitad, cuando las chanzas comenzaron a enardecer a la fiera; y la tramó con las ramas tenaces, los matorrales espesos y las ventanas cerradas, que, siquiera, le ofrecían alguna resistencia. Mas si doblegaba a las unas y bamboleaba a los otros, las ventanas no cedían ni le franqueaban el paso.

Tanteole por las buhardillas, donde las había; y se encontró con que las más de ellas tenían los postigos clavados desde que estaban allí; quiso también entrar en la iglesia, y hasta logro apagar los cirios de los primeros tajos; pero le cerraron la puerta apresuradamente. Con estas contrariedades se fue embraveciendo poco a poco, y tornó a las ventanas con propósito de desquiciarlas, metiéndose por las rendijas. Metiose, forcejeó y se hartó de dar bufidos de coraje; pero no logró su intento. En venganza, con las ramas de los frutales de los huertos, azotó las viviendas de sus dueños. Entonces conocieron éstos que la cosa iba de veras; y los que no lo habían hecho todavía, se trancaron por dentro a llave y palanca. Esta actitud equivalía a un reto; y el enemigo, rugiendo amenazas, se retiró a sus antros, como para acabar de pertrecharse. La calma y el silencio volvieron a reinar en la naturaleza; pero por pocos momentos.

Cuando reapareció el monstruo, temblaron hasta los más valientes. Sordos mugidos le precedían; y, a su paso, humillaban los árboles las erguidas copas; alzábase el polvo en remolinos; las puertas se estremecían en sus quiciales, y el día se quedó a media luz parda y traidora. Comenzó la batalla. ¡Qué estruendo!... ¡Qué empuje!... ¡Qué acometidas aquellas! Algunas chimeneas vacilaron, y más de un alero crujió, soltando la carcoma de la vejez al choque de la furia; las puertas más firmes lanzaban gritos de agonía; las podridas ramas de las vetustas higueras saltaban hechas pedazos; en los manzanos tremolaba el muérdago desarraigado, como triste gallardete con que demanda auxilio el desmantelado buque; lloraban escombros las humildes socarreñas sobre sus regazos de ortigas, y chasqueaban y se conmovían los empingorotados tejadillos de las altivas portaladas.

En medio de su ferocidad imponente, el viento tenía caprichos verdaderamente pueriles: recogía las hojas dispersas en solares y callejos, y las arrinconaba donde mejor le parecía, en un solo montón: encrespábale, revolvíale, alzábale del suelo, y en rápido y sonoro remolino subíale muy alto; allí le cernía, le ensanchaba, le encogía, le alargaba, dejábale descender nuevamente; y cuando le tenía en el suelo, dispersaba de un soplo todas las hojas, que desaparecían detrás de los vallados, en los fosos y entre los bardales; volvía a reunirlas al instante sacándolas de sus escondrijos, y tornaba a amontonarlas y a cernerlas, a subirlas y a bajarlas, y a darles libertad otra vez, y otra vez a recogerlas. Con el polvo hacía diabluras: nubes espesas, diáfanas neblinas, mangas y espirales. Desconchaba los lomos de los muros revocados, y desnudaba a los viejos de sus vestiduras de yedra.

Tras estos juegos y aquellas violencias, que no eran más que un tanteo de fuerzas y un ensayo de batalla, las tablas dejaron de estremecerse y las rendijas de silbar; callaron los gemidos de los árboles, y sólo se oyó un rumor, a modo de jadeo, hacia la vega, como si sobre ella y los montes vecinos se hubiera tendido el monstruo a descansar. De vez en cuando se agitaban un poco las ramas, y el polvo y las esparcidas hojas se revolvían en el suelo. Diríase entonces que tenían cara las viviendas y los muros y los árboles, y que en ellas se pintaba el dolor de lo pasado y el espanto de lo que aún les esperaba. ¡Qué acongojado aspecto ofrecían aquellas casas con los ojos cerrados, y aquellos árboles contraídos y tiritando!

La tregua fue breve, y la embestida que le siguió, con el estruendo de cien batallas, espantosa.

En algunos embates parecía el viento macizo, y entonces resonaban sus golpes como cañonazos; y cada golpe de éstos producía un desastre: lo firme oscilaba, lo vacilante caía; las tejas se encrespaban, hervían en los tejados, como si diablillos danzaran debajo de ellas; y en la casa donde la puerta saltaba de sus pernos, barría el huracán muebles y vasares; y al buscar salida por la cumbre, removía las tablas del desván y derrengaba los cabrios. ¡Con qué astucia rastreaba los suelos y husmeaba los hogares, buscando una chispa que llevarse al pajar para regalarse con el espectáculo de un incendio!

No había punto en el lugar donde la furia no metiera su cabeza, y con la cabeza las garras, y con las garras el azote. Por eso todo era estrago y fragor en torno suyo. Silbaba furioso en huecos y rendijas; bufaba en los arbustos; bramaba en los callejones, y en las arboledas rugía; y, en ocasiones, hasta las campanas lanzaban solas desacordes sonidos, con pavor de los fieles que se guarecían en la iglesia.

A lo lejos, un rumor incesante, como el del mar cercano en noche tormentosa; aquí, el crujir de la rama desgajada o del tronco que se quiebra; allí, el estruendo de la pared que se derrumba, o el zumbido del bardal que se agita desesperado y extiende sus greñas espinosas, buscando de qué asirse para que no le arranquen de la tierra que le nutre; y como complemento del cuadro, una luz tétrica y sulfúrea iluminándole; la atmósfera, sofocante y enrarecida, sin sus alegres y naturales pobladores, ocultos a la sazón Dios sabe dónde, llena de objetos raros e inconexos: tallos de maíz, hojas maceradas, polvo, astillas..., y guijarros.

Con frecuencia terminan estos huracanes con una virazón rápida al Noroeste, o galerna: remedio mucho peor que la enfermedad; pues si no llega a ésta la fuerza del empuje, la aventaja en estragos, por el agua demoledora que trae consigo; pero cuando el Sur es estacional, como en el caso de que se trata aquí, concluyen sus furores por cansancio, y el silencio y la inmovilidad reemplazan al fragoso desconcierto.

Tal sucedió en Cumbrales al rayar el mediodía. ¡Qué triste cuadro contemplaron entonces los ojos! El Campo de la Iglesia y las corraladas estaban cubiertos de menudo escombro, ramas, cascos y hojarasca. No había árbol en el pueblo sin quebraduras o cicatrices; algunos arrancados de cuajo; otros, hendidos; los arbustos, lacios, desgreñados y con el follaje en esqueleto... Pero cuando la gente fue abriendo poco a poco las puertas de sus hogares, y salió de la iglesia la que en ella había estado encerrada, ¡válgame Dios, qué aspavientos los suyos y qué puestos en razón eran! Por de pronto, cada uno se echó a examinar los propios quebrantos, y luego a compararlos con los del vecino. Y aconteció lo que siempre que se reparten desventuras: cayeron las mayores sobre los que podían menos; por lo que se llevó don Valentín el premio gordo de esta desastrosa lotería. Ninguna casa fue tan castigada como la suya: perdió la chimenea, medio alero, una ventana y la cerradura del estragal, amén de alcanzarle su parte, y no pequeña, del común revoltijo de los tejados.

Es sabido que la mitad del vecindario de Rinconeda estuvo contemplando el desastre de Cumbrales, durante la furia del huracán, agazapado al socaire del cerro adyacente, y aún se afirma que palmoteaba aquella gente levantisca cada vez que un árbol se tronchaba o caía una chimenea. Esto se corrió por Cumbrales a la hora de calmarse el viento; y fortuna fue que se tomara por cierta la noticia, pues con la indignación que produjo en el lugar, se mató la pesadumbre que cada cual sentía por los recientes descalabros.

-¡No les faltaba más -decían todas las bocas de Cumbrales- que venir esta tarde a provocarnos! Pues ¡como vengan!...

Y jurando echar hasta las asaduras en el trance, volcaron todos la puchera mal sazonada; y con el último bocado entre los dientes, subiose cada cual a su tejado a reparar lo más perentorio, por si la turbonada que se iba formando hacia el Saliente, acababa en aguaceros antes de la noche.



Animo a los foreros de Cantabria a que corroboreis con vuestra experiencia y datos lo que aquí se cuenta de forma tan magistral.

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Re: Pereda y el ábrego en Cantabria
« Respuesta #1 en: Lunes 16 Enero 2006 13:44:51 pm »
Saludos.

Estupendo reportaje de uno de los escritores más queridos y entrañables de la Tierruca, que supo plasmar muy bien en sus obras los aconteceres diarios: la vida de los pescadores (en Sotileza), el interior de la Provincia (en Peñas Arriba) y las costumbres de sus habitantes en "El Sabor de la Tierruca".

El ábrego ( o viento del sur, como se conoce normalmente) forma parte de la vida de los cántabros y con más incidencia si cabe, en los habitantes de la capital.

El viento del Sur es seco; tiene carácter de viento terral y sopla desde el interior de la Península hacia la costa. En los montes de la cordillera cantábrica, cercana a la costa, se advierten las nubes estancadas al otro lado, en la Provincia de Burgos. La visibilidad es muy buena, abarcando decenas de kilómetros. El cielo permanece despejado, o casi despejado, y las nubes, si aparecen son del tipo lenticulares, con bordes muy definidos.

Al amanecer una señal característica de la aparición de este viento, es la coloración roja del cielo. Las nubes también se tiñen de ése color. En las primeras horas, el viento es flojo y se empieza a notar ya el calor. La temperatura puede subir a lo largo del día, sobre todo en las horas centrales por encima de los 30ºC en muchas ocasiones. Precisamente a mediodía es cuando el viento es más fuerte. Una nota muy curiosa es que en la Bahía de Santander, aparecen olas grandes, cuyas crestas se rompen, que muchas veces dificultan o incluso impiden la línea de lanchas desde Santander a Somo y Pedreña, mientras que en mar abierto, el agua permanece tranquila con olas de mar de fondo.

El viento del Sur es un ventarrón muy violento a veces, que carga el aire de gran cantidad de iones positivos y que deprime, enerva o crea estress en algunas personas. Es el viento pirómano por excelencia y a él se le atribuyen la extensión de los incendios y fué causa de la casi destrucción de Santander en febrero de 1.941.
Aquí no se le tiene mucho cariño, precisamente.

Una mañana apacible de sur, con viento flojo y temperaturas agradables, puede convertirse en una tarde borrascosa y violenta, con fuertes ráfagas del NW, marejada o mar arbolada en el mar, lluvia torrencial y temperaturas que caen en picado: Es la famosa Galerna del cantábrico, que se presenta inesperadamente poniendo en peligro las embarcaciones que se hallan en el mar. No siempre ocurre así, es decir, que aunque se den las condiciones propicias para que se desate este temporal, a veces no se presenta; pero con el sur ya por la mañana hay que prestar atención a los partes marítimos y no confiarse demasiado.

Jose María de Pemán, también habló sel viento Sur en sus obras:

Esta noche se destemplan
los nervios y las guitarras.
Los locos de Capuchinos
verán, desde su ventana,
esta noche, por las nubes,
pasar cantando, muchachas.
Estas noches son las noches
que ocurren las cosas malas:
Los tiros por las esquinas,
las parejas que se escapan,
los que se tiran, cantando
por la muralla.
Y las que dicen calumnias,
y las que dan puñaladas

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Re: Pereda y el ábrego en Cantabria
« Respuesta #2 en: Lunes 16 Enero 2006 14:24:36 pm »
Pereda como gran escritor del Realismo, supo plasmar muy bien un día de sur por la tierruca.
Los detalles de este fragmento me hace imaginarme un día de Sur sobre el paisaje que desde mi ventana veo. Las montañas nevadas parece que se acercan, hay una visibilidad increíble, los lenticulares adornan el cielo y por cierto , Pereda se dejó un detalle, los calambrazos que nos pegan a muchos al bajarnos del coche en esos días ;D
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