Estamos todos (o casi) de acuerdo en que el CO2 produce efecto invernadero (en adelante EI) y cuanto más CO2 en la atmósfera más EI.
También estamos todos (o casi) de acuerdo en que el mar, que contiene cantidades inimaginablemente grandes de CO2 bajo varias modalidades químicas, desprende dicho gas cuando su temperatura sube.
También estamos todos (o casi) de acuerdo en que, además, en la atmósfera hay otros gases que también producen EI (metano, ozono, óxidos de azufre, etc.) aunque su efecto es mucho menor que el del CO2.
Si todo acabase ahí, el calentamiento del sistema Tierra-mar-atmósfera sería imparable aunque no se quemase ni un gramo de carbón, petróleo ni gas natural. El mar se habría encargado, él solito, de que la cantidad de CO2 en la atmósfera creciera y creciera… desde hace millones y millones de años.
Las plantas verdes, al principio, estarían encantadas de ver tanto CO2 (“comida”, para ellas) y crecerían como locas, pero parece que no serían capaces de parar el calentamiento: acabarían, las pobres, cocinadas en su propio jugo.
Además, por si lo del CO2 y otros gases menores fuera poco, también estamos todos (o casi) de acuerdo en que el vapor de agua es otro de los gases que producen EI (e, incluso, más EI que el CO2), y en que su concentración en la atmósfera también aumenta al aumentar la temperatura del mar (evaporación).
¡Estamos perdidos! Los dos EI importantes juntos nos llevarán al desastre a velocidad “exponencial”… si no fuese porque hay un mecanismo, también natural, de frenado del calentamiento debido al EI combinado de ambos gases.
Ese freno son las nubes.
Las benditas nubes reflejan de vuelta al espacio una gran parte de la potencia radiante solar que les llega (efecto albedo) y absorben otra pequeña parte (la de mayor longitud de onda). Esta radiación absorbida (infrarroja y microondas) produce el calentamiento de la capa superior del agua líquida y del hielo que forman las nubes y aceleran la emisión de radiación infrarroja por la parte alta de éstas, que, en buena medida, sale al espacio y se pierde en él.
En resumidas cuentas, las nubes, a la vez que producen EI por debajo, evitan, por arriba, que llegue gran parte de la energía del Sol a la zona comprendida entre la Tierra y las nubes. A pesar de que el EI se sigue produciendo en ese espacio entre Tierra y nubes, la energía puesta en juego es mucho menor que si llegara toda la radiación solar, con lo que el calentamiento del espacio Tierra-nubes se ve muy reducido.
La misma evaporación de agua del mar que hace que aumente la concentración de vapor de agua en la atmósfera (= más EI) da lugar a que aumenten las nubes (= menos EI). Es lo que se llama un fenómeno auto-amortiguado en el que ninguno de los elementos que lo componen se “desboca”.
Las nubes, por tanto, tienen dos efectos beneficiosos:
1) Hacen de “sombrilla” por arriba de día (no nos achicharramos)
2) Hacen de “manta” por debajo de noche (no nos morimos de frío)
Y, afortunadamente, por más que el CO2 y resto de gases menores se empeñen en producir su propio EI y calentar “la cosa”, no pueden evitar que ese “más calor” dé lugar también a más agua evaporada y más nubes, que acaban con el EI por la vía rápida: reducen de forma extraordinariamente eficaz la energía del Sol que participa en el EI.
¡Benditas sean por siempre las nubes! Amén.
Por cierto, ¿alguien se acuerda todavía del CO2 para algo que no sea echar de comer a las plantas verdes?