CRUZAR EL ATLAS, MARZO DE 2011
Salta Lenin el Atlas
(Palíndromo popular)
Está aquí al lado. Y no le hacemos ni caso. Coges un avión y te plantas allá antes que en Canarias. O cruzas el estrecho en un cómodo ferry y pones pies en tierra antes de que te acabes el café. Marruecos, nuestro vecino marginado.
Para ser un marginado, además, hay que ver la de cosas que tiene. Dos mares, ciudades milenarias, ruinas romanas, paisajes mediterráneos, subtropicales y desérticos, un pasado colonial y otro imperial, artesanía, un peculiar paisaje humano. Y unas montañas de aúpa. El Rift al norte, con sus pinsapos y sus pendientes de miedo. Y el Atlas en todas partes, cruzando el país del suroeste a noreste, creando desierto a un lado y tierra fértil al otro. Y allá que nos plantamos, por 79 € vuelo de ida y vuelta, tasas incluidas. Yo me sentía que estábamos desvalijando a EasyJet, ¡pero a cómo va el queroseno?
Marrakech. Mucho se ha escrito sobre esa ciudad, y no creo que pueda mejorar lo dicho. Abrevio diciendo que, en esta ocasión, lo único que le pedíamos a Marrakech era un transporte para salir pitando hacia Azilal, donde queríamos comenzar la larga caminata que nos llevaría desde la vertiente atlántica del país hacia el desierto, cruzando el Alto Atlas, subiendo de paso el Mogun (4.068 m) si es que se dejaba.
El Mogun es el segundo mayor pico del Atlas, después del Toubkal (4.165 m). Ambos están en la zona conocida como “Alto Atlas”, aunque están bastante separados. El Toubkal está bastante más al sur que el Mogun (se escribe también M’Goun y de otras formas), y entre ambos macizos está el único paso de carretera (Tichka, menudo puerto, por ahí regresaríamos días más tarde) que comunica las tierras bajas de Marrakech con la zona del desierto y su mayor ciudad, Ouarzazatte. Cruzar el Atlas no es moco de pavo, ni a pie ni en coche.
Azilal es un agradable centro administrativo del centro de Marruecos. Todo el paisaje está dominado por las imponentes montañas del Atlas, nevadas de Noviembre a Mayo. Es un sitio en el que es sencillo encontrar guías de montaña que conozcan la zona. Así que ahí conocimos a Yusseff, un moro larguirucho, bigotudo y divertido con muchos años de patear la zona, y que se parecía decididamente a Lee van Cleef, el malo de
El bueno, el feo y el malo. Pactamos sus honorarios en 300 dírhams al día (27,50€) y salimos a disfrutar del té a la menta y de fumar dentro de las cafeterías, como gentes civilizadas, una última noche.
Durante el primer día de viaje el único objetivo era llegar al pueblo de Arous (1900 metros), donde acaban las pistas y comienzan a ser útiles los burros. En 2001 se inauguró la carretera que unió a muchos pueblos de la vertiente occidental del Atlas con el mundo. Cruzamos un alto puerto de carretera y nos empezamos a sumergir en el Marruecos profundo, el puramente bereber, al tiempo que nos íbamos acercando a la nieve.
Ha sido un año de pocas nevadas. Los pueblos de la zona, están agrupados en la comuna de Tabant, estaban cuando llegamos casi libres de nieve (no así otros años, en los que se acumula un metro por las calles) y mostraban bonitas estampas bajo un cielo casi limpio.
Comimos en el pueblo más grande de la zona, que se llama también Tabant (1800m), mientras la cadena Al-Yazeera, omnipresente en Marruecos, nos iba hablando de disturbios en el mundo árabe, de grandes manifestaciones y de cambio de aires. Mirando a nuestro alrededor en aquel pueblo perdido en las montañas, no acabábamos de saber si eso iría con nosotros o no.
Pasamos la tarde en Arous (1900m), el último pueblo con luz eléctrica que vimos en muchos días. La arquitectura local nos pareció una auténtica locura, pero seguiríamos viéndola casi sin cambios en todo nuestro viaje. Paredes de adobe, en ocasiones ni de ladrillos, sino de barro y paja encofrados. Tejado a base de una capa de medio metro de tierra, con un drenaje y espacio para animales domésticos incluso en primeras o segundas plantas.
Si bien los locales no me parecieron grandes arquitectos, sí que demostraban ser competentes ingenieros porque en todo nuestro viaje vimos redes de acequias estupendas que regaban grandes vegas. Algunas estaban construidas en terrenos muy difíciles y con pocos medios. La forma de vida en todo el Atlas parece estar más vinculada a la agricultura que a la ganadería, al revés que en la mayor parte de montañas. La ganadería es escasa y apenas hay alimento para mantener a las cabras y, en algunas zonas, a un puñado de ovejas. En cambio, los torrentes de primavera proporcionan buenos caudales para la huerta y sigue habiendo muchísima mano de obra joven disponible, que no ha emigrado ni parece que quiera hacerlo.
Al revés que en las zonas montañosas españolas, en el Atlas los pueblos están llenos de vida. Yo había esperado una zona en progresiva despoblación (en Casablanca y otras ciudades hay demanda de trabajadores, y pasar a Francia o España probablemente aún es posible), pero la pujanza de natalidad de la zona parece poder con todo. Los niños estaban por todas partes y no se vislumbra riesgo de despoblación.
Al día siguiente empezaríamos la marcha. Teníamos previstos unos primeros días un poco fuertes y un plan más asequible después. El primer día pretendíamos llegar a la Meseta de Tessaut, un yermo situado a 2900 metros, debajo mismo del Mogun, y donde hay un refugio de montaña. El problema es que en medio está el puerto de Tizi n’Taziyt (3100m), y nos enteramos allá mismo de que acababa de recibir una apreciable nevada. Y ni los burros ni las mulas pueden caminar si hay nieve, pues resbalan y pueden despeñarse. Ay, contratiempos, ¡qué sería de los viajes sin ellos! Así que de pronto nos vimos con más bártulos de los que podíamos transportar, con comida (patatas, tomates, todo para hacer tajine) que se había comprado pensando en llevarla en alforjas a base de pezuñas. Finalmente, tras mucho debatir, para desgracia de nuestra pequeña expedición que empezó queriendo ser discreta, tuvimos que replantearla y contratar a un par de porteadores. Ya éramos una legión dispuesta a cruzar las montañas.
La subida del valle fue agotadora. Al principio había casitas dispersas (pastores, algunos de ellos seminómadas) y más tarde empezaba a escasear hasta la vegetación.
En las paradas, para calentarnos, el guía le prendía fuego a los resecos matorrales (no nos pareció muy ortodoxo, pero bueno, tampoco estábamos en situación de opinar demasiado). Ya iba apareciendo la nieve bajo nuestras botas y nos dolían los hombros y las piernas. Además el tiempo empeoraba, soplaba el viento con fuerza y a ratos le daba por nevar.
Cuando llegamos arriba del puerto, yo era una piltrafilla, pero gocé de las vistas del macizo del Mogun, que teníamos justo enfrente, al otro lado de la meseta. Bajamos al refugio, ya anocheciendo y me comí el tajine más sabroso de la historia culinaria marroquí. La noche fue gélida y ventosa. No tenía termómetro, pero me extrañaría que no hubiera bajado la temperatura de los -10ºC. Aquello era un peladero completamente yermo a la sombra de unas montañas enormes.
Para mi sorpresa el día amaneció claro. Pero soplaba un viento muy fuerte que barría las nieves de las cumbres y no auguraba un buen ascenso. Entre eso y lo reventados que estábamos, decidimos que tan bueno era rodear el Mogun como subirlo. Ya sabéis, opinamos en esta ocasión como la zorra de la fábula que decidió que las uvas no estaban maduras. Y así nos quedamos sin el ascenso y sin usar los crampones que tanto tiempo acarrearíamos y de manera tan inútil.
Pero es verdad que soplaba un fuerte viento que provocaba un notable torb. Las cumbres se iban quedando limpias de nieve, que se arremolinaba y posiblemente nos hubiéramos tenido que dar la vuelta perdiendo un día. La foto es reveladora de las condiciones en las cumbres (el más alto es Mogun [4068m]):
Así que decidimos rodear el macizo por su lado NorOeste, subiendo otro puerto y bajar hasta el valle del río Mogun, que fluye hacia el este para luego girar a sur, valle al que de cualquier forma, haciendo cumbre o no, teníamos que llegar.
La reseca y achicharrada por el sol Meseta de Tessaout tiene unos bordes erosionados, estériles, que caen hacia el norte. En estas zonas desarboladas la erosión del viento lleno de partículas y de las escasas pero torrenciales lluvias marca el paisaje.
Bajamos por el límite norte hasta una anchísima riera que estaba completamente seca. Pese a que el día estaba soleado posiblemente ni tan si quiera estaba deshelando, de tan seco y fresco que estaba el tiempo. Ese mismo día tendríamos algunos problemas para encontrar agua. Hacer esta ruta en verano debe de ser un auténtico suplicio, no lo recomendaría.
Desde este valle, de nuevo era preciso subir un nuevo puerto, para contemplar de frente y por última vez el gran macizo desde tres mil metros, antes de meternos en el más largo de sus valles. La subida, de nuevo, fue agotadora, y discurría por zonas carentes de vegetación, calcinadas y congeladas por el clima extremo y los intensos rayos de sol (un turbante resultó ser una buena idea, porque abriga a la vez que protege del sol).
Las vistas desde este punto eran más espectaculares aún que desde la meseta. Toda la zona tiene origen volcánico y pese a lo que pueda parecer, el relieve no tiene forma glaciar, sino volcánica. O sea que ese marcado relieve que se ve en las fotos, nunca fue, por lo que he podido leer, un circo glaciar, sino una caldera de magma. El Mogun realmente no es un pico muy marcado, sino el punto más alto de una marcada cresta. El libro de ruta que llevábamos venía a decir que uno sabía que había llegado a la cumbre sencillamente porque estaba marcada con un mojón. Gran parte de la cuerda de las siguientes imágenes está a unos cuatro mil metros:
Llegados a este punto todo el resto del viaje iba a consistir, únicamente, en descender el gran valle que se abría justo debajo de nosotros: el valle del Mogun que, muy abajo, en Qal’at Mguna se une al río Dadès y éste al celebérrimo río Draa, que veríamos en Ouarzazatte, y que fertiliza el desierto marroquí para llenarlo de palmeras.
Cuando uno dice que solo faltaba bajar, parece decir que está cerca de llegar. Pero nada más lejos de la realidad, pues nos quedaban tres días de caminata antes de poder ver un trozo de hormigón y un tendido eléctrico.
Comenzamos la bajada, habiendo acabado ya el agua y pensando parar lo antes posible para comer. Cuando llegamos al lecho del río nos encontramos que estaba totalmente seco y que aún tendríamos que caminar buscando una parte más baja del río en la que realmente fluyera algo entre aquel pedregal. En el camino vimos alguna cabaña veraniega de pastores. No me quiero ni imaginar esa profesión en estos lugares. Viendo el paisaje se entiende que ni vacas ni ovejas puedan vivir en estos yermos, y solo la cabra pueda encontrar algo de alimento a duras penas.
A medida que bajábamos, el paisaje se iba volviendo más erosionado, aún más árido, mientras desaparecían en algunas zonas hasta los resecos matojos. Nos adentrábamos por escenarios donde no extrañaría ver a Clint Eastwood con barba de una semana y mascando tabaco, mirándonos con desconfianza. El mineralismo.
Ya van varias veces que me anochece en el monte. Es un auténtico asco. Porque claro, cuando anochece es, como bien se entiende, al final del día, cuando uno más cansado está de todo. Si te anocheciera al principio del día cuando uno está fresco como una escarola pues sería algo poco temible, “y qué, pues que anochezca, que me como el mundo” me diría a mí mismo. Pero no, ocurre precisamente al final, cuando uno ya solo quiere descansar, quitarse la mochila, comer algo, es entonces cuando nos anochece. Lo peor viene de que uno no sabe qué hacer. Si para, va a dormir incómodo, en cualquier escondrijo, y probablemente comerá frío, si es que come. Si sigue caminando, el tiempo pasará despacio, la mochila se clavará en el hombro más que cuando era de día, y a una mala uno podría despeñarse o extraviarse.
Por suerte nos guiaba Yussef, que tenía muy claro que se iba a cenar un tajine calentito y a dormir cómodo. Así que seguimos un poco a tientas en la ya noche cerrada y, sorpresa total, de pronto nos encontramos dentro de un pueblo. Cuando digo dentro no quiero decir que lo viéramos de lejos y fuéramos hacia él, no. Quiero decir que no veíamos ni torta y que de repente nos dimos cuenta de que estábamos rodeados de casas. Un pueblo sin red eléctrica de noche es tan oscuro como la boca del lobo. Aquel pueblo en aquel sitio totalmente inconcebible, tan inesperado, se llamaba Tighromt n-Aït Ahmed. Y Yussef conocía a quien nos podría alojar incluso a esas horas. No era una habitación exactamente glamurosa, pero en las condiciones adecuadas, la austeridad y un candil de gas pueden ser más acogedores que una habitación en el Waldorf Astoria.
El día nos reveló un pueblo increíble, a 2200 metros, mimetizado con el monte y que existía solo porque el río Mogun permite regar las huertas. Sorprendente sitio. Ni tendidos ni carreteras que le quitaran el infinito encanto y es que si se piensa, es imposible imaginar algo más rural sobre la tierra. No vive la gente aquí muy distintamente que en el medievo. Y en aquella época, por cierto, debió de ser un lugar estratégico, pues una cercana kasbah (fortaleza) ya arruinada protegía la zona.
El tiempo había mejorado y ya podíamos estar seguros de que no iba a nevar (aunque acertamos por muy poco, como contaré luego), así que había vía libre para alquilar un burro o una mula y librarnos de las mochilas. Así apareció un mozo llamado Mohamed con un borriquito y alquilamos sus servicios y los de su burro por 150 dirhams al día (13,5 € al cambio). Nuestros hombros lo agradecieron. A menudo es agradable ser un poco neocolonialista con algo de dinero en el bolso.
(sigue...)