La equiparación del No lo Se al No, nos convierte en los verdugos de Miguel Servet o los de Galileo
Sobre el resto de apreciaciones personales acerca de Servet, Galileo y compañía, no me voy a pronunciar. Esa gente murió en nombre de la fe.
No me pronunciaré sobre el caso de Servet, porque sólo lo conozco a nivel wikipédico, ni sobre el de los extraterrestres, por tres cuartos de lo mismo. Con vuestro permiso, eso sí, me gustaría decir algo sobre Galileo (supongo que a Yeclano se le habrá ido la mano cuando escribió lo de que Galileo murió en nombre de la fe, pues no sólo no murió, sino que es que ni siquiera fue encarcelado).
Vaya por delante que considero la condena de Galileo como uno de los incidentes más dramáticos en la larga (y variada, por lo demás) historia de las relaciones entre la ciencia y la fe religiosa. Dicho lo cual, recordemos que Galileo es recibido en audiencia por el Papa Urbano VIII en un mínimo de seis ocasiones, agasajado por sus hallazgos científicos con varias medallas, un puñado de Agnus Dei y hasta la promesa de una pensión a su hijo. De estas seis audiencias, más allá de los galardones y de los reconocimientos, Galileo sale con el amparo papal para que pueda escribir a sus anchas sobre el movimiento de la Tierra... eso sí, siempre que lo considere tal y como es (o como lo era en aquel momento, vaya): una hipótesis científica más, no una realidad concluyente.
Hay que recordar, a propósito, que en aquellos momentos Urbano VIII estaba embarcado en una lucha titánica contra los astrólogos y sus afirmaciones de que podían conocer el futuro, etc.
Pero volvamos al caso Galileo: este publica su célebre “Diálogo” en 1631. Y lo publica (dato importantísimo) en Florencia. Eran los días del ataque (que estuvo a un tris de convertirse en físico) del Cardenal Borja (Borgia) al Papa, por considerar que este no defendía suficientemente el catolicismo. Hasta una oportuna mano de Dios (la primera, la auténtica, la españolísima, quiero decir, la del Cardenal Sandoval en 1632, no la de 1986) impidió que Borja recibiera en su rostro el puño airado del hermano del Papa, el Cardenal Santonofrio, en pleno Consistorio de Obispos.
El caso es que, en ese clima de sospecha que siguió al incidente del Cardenal Borja, hasta el emblema de los tres delfines del editor florentino en la portada (que podía ser asociado con el Hermetismo) causaba recelos y había que ponerlo en cuarentena. Se decidió establecer una comisión de tres miembros para valorar si Galileo presentaba la teoría como una hipótesis científica o como un hecho probado. El último párrafo, sugerido por el propio Papa en una de las audiencias de las que he hablado antes, parecía salvar a Galileo de la prohibición, pues en él venía a decir que el punto de vista copernicano “no era concluyente”... pero Galileo cometió un error (si es que fue realmente un error por su parte, cosa que dudo, conociendo al personaje) garrafal: puso ese último párrafo en boca de Simplicio, el pedante aristotélico, que tan pobre papel tenía a lo largo del “Diálogo”. El insulto estaba servido. A Galileo se le convocó el 12 de abril y llegó la condena. No fue encarcelado ni maltratado de ningún modo, se le permitió volver a Florencia y allí vivió, confinado en su propiedad y escribiendo más libros, es más, incluso saltándose la prohibición de publicarlos a través de la “vía holandesa”.
La visión (popular) de Galileo como un mártir de la libertad de pensamiento y de la ciencia me parece una mera simplificación. Galileo estaba bien lejos de ser un liberal en cualquier campo de su vida. En filosofía, Galileo sustituyó el dogmatismo aristoteliano con una fe igualmente dogmática en la interpretación matemática de la naturaleza; en política, era contrario a las demandas de democracia y firme defensor del absolutismo; en religión, era un devoto, pero no sólo eso, sino que escribió que su postura científica estaba “divinamente inspirada” y que la de sus oponentes teólogos era “contraria a las Escrituras”, lo que era poco menos que meter cucharada en el campo ajeno (el de los teólogos de Roma) y clamar por su animadversión futura. Ciertos teólogos se la tenían guardada. Y, ya por último, en el campo más puramente científico, estaba tan convencido de la verdad de su teoría (ojo, por su propio carácter intransigente y testarudo, pues en aquel tiempo su teoría tan sólo estaba avalada parcialmente por datos empíricos), que se negó en redondo a presentar esta teoría como una mera hipótesis.
Lo que podría perfectamente haber quedado en un amistoso “No lo sé” entre la Iglesia y Galileo (de hecho, parecía que todo había quedado así tras las audiencias de 1624), se tornó en un pulso de egos (y, todo hay que decirlo, en gran parte por culpa de la actitud inflexible del propio Galileo); un pulso de egos que este no podía ganar de ninguna manera, por la simple razón de que, puestos a hacer fuerza, el bíceps más poderoso estaba bien claro a quién pertenecía. Galileo quiso forzar el Sí, cuando no tenía (hablando en términos puramente científicos) fundamentos irrebatibles para avalarlo, y por ello mismo, violentó a la otra parte hacia el lado opuesto, hacia el No. Lo que podría haber sido un diálogo fructífero entre los dos contendientes, un estrechamiento de manos, acabó convirtiéndose en una amarga contienda... y la intolerancia de Galileo (porque el querer equiparar el “No lo sé” al “Sí” también debemos calificarlo de intolerancia) no tuvo poco papel en ese resultado.