En mis periplos por otros rincones de España, muy a menudo, al comentar que soy de Soria, me han dicho, en tono despectivo, que eso es un pueblo. Siempre comprendí que se dijera que es un pueblo, pero lo que jamás entendí fue el tono despectivo, pues, desde mi punto de vista, eso era en todo caso una ventaja.
Alcanzo a comprender que a los urbanitas confesos les resulte un lugar mortalmente anodino, al fin y al cabo es cuestión de gustos. Sin embargo, para un tipo como yo, que disfruta de la visión de montañas, de nieve, de paisajes bucólicos, de lugares impregnados con halos de historia y olvido, del aire puro, de la fauna, de la flora, del ejercicio... es un muy grato lugar. Y aquí es donde enlazo con el objeto de este post:
Esta mañana, aprovechando que vivo en una capital que es un pueblo, he salido de casa (2 minutos del centro) con mi perro, y en 4 minutos me he encontrado en lo alto de un cerro, rodeado de encinas, escaramujos, endrinas, enebros, romero, tomillo, y algún pino. Desde esa mi posición observaba, mientras filtraba vitamina A del Sol, el Duero congelado de lado a lado a la altura de San Saturio, conservando buena nieve en toda esa umbría recalcitrante de Santa Ana, un Moncayo blanquísimo, Cebollera cerniéndose muy cercana sobre los tejados de mi barrio y la muralla en Santa Clara. Me he dado un buen paseo sin rumbo, campo a través, disfrutando del Sol y del aire cortante, dejando volar mis pensamientos, tendentes a irse siempre muy lejos de la consciencia, en mi caso. Por esos alrededores de la ciudad, he encontrado rastro reciente de raposo, huella de tasugo, y camino de corzo, y he admirado por enésima vez el vuelo silencioso y sin batir de alas de los leonados. Vista al sur, el Duero enseguida se pierde en recónditas hoces, entre encinas achaparradas y pinos negrales que trepan por verticales paredes calizas, siguiendo curvas que invitan a la exploración. He comprobado una vez más otro efecto curioso: cuando la gente cruza el puente peatonal a la altura de San Saturio, la estructura metálica vibra, y esa vibración se transmite a los pilares de hormigón que descansan en el río. En condiciones normales no se aprecia vibración en los mismos, pero en días como hoy, en que esos pilares están aprisionados por el hielo, se produce un sonido muy característico, como de truenos lejanos, efecto de la compresión de muchos metros de hielo sin llegar a romper. Es muy peculiar, y me encanta.
He vuelto a mirar con ojos atentos la falla que separa la parte caliza de Sta Ana (con sus cuevas kársticas como la que albergó al Santo Ermitaño en cuyo honor se alzó tan curiosa ermita) de la parte silícea, que se prolonga hacia el tupido y misterioso Monte de las Ánimas, donde ocurría la famosa leyenda de Bécquer. Admirando sus pliegues anticlinales y sinclinales, sus tan distintos horizontes que hablan de sucesos acontecidos hace eones, se me ha ido pasando el tiempo, cuarta dimensión que aquí, a diferencia de las grandes ciudades, parece transcurrir muy despacio (por suerte).
En el regreso, de nuevo Cebollera y Piqueras tiñendo de blanco el espacio aéreo encima de los tejados. En un suspiro me ha plantado otra vez en casa, con las mismas tecnologías domésticas que pueda tener cualquier otro habitante capitalino de España.
Todo lo que os cuento es sencillo, y ya sabeis que lo sencillo no está muy bien valorado, pero son estas cosas sencillas las que a mí más me llenan, de largo, y me resulta muy placentero compartirlas con otras gentes llanas del Ibérico Norte que me consta las aprecian de igual forma. Saludos