Un viaje por el NW de India
Parte I. La llanura indostana
Viajar es algo que siempre me excita. Aunque seamos poco más que un pulso que golpea las tinieblas, el simple hecho de viajar –y más si es a lejos- me hacen sentir trascendente, dotado de sentido, si es que eso es posible para un marxista impenitente. Y me gusta especialmente viajar sin plan, viajar alelado, curioso. La sensación de encontrarme en persona en sitios acerca de los que he leído, sitios que he buscado en el atlas, en los que me he imaginado poniendo el pie es, para mí, indescriptiblemente placentera. Espero poder seguir haciéndolo en el futuro, y hacerlo con la gente a la que quiero.
Nunca había viajado a Asia antes, y así el vuelo en sí mismo ya me pareció algo fascinante. Sobrevolamos Francia, Alemania, Chequia, Polonia, Ucrania, Rumanía, el Mar Negro, Georgia, Azerbaiyán, Turkmenistán, Afganistán y Pakistán antes de llegar a India. Ver desde el aire los picos nevados del Cáucaso, las inmediaciones del mítico Bakú, la nada de las estepas centroasiáticas –esos “tanes” (hay tantos: Kirguizistán, Uzbekistán, Kazajstán...), el mítico Afganistán, aquella descomunal tormenta eléctrica sobre Lahore... Todo eso me hizo llegar excitado, encantado, sintiéndome Richard Francis Burton, y aún sin haber salido de las “comodidades” del avión, un lustroso y diligente Airbús 340.
Como somos gente que no se lo monta mal del todo, un amigo de David –Kike, un encanto de muchacho- vino a buscarnos al aeropuerto y nos condujo a su casa. El hecho de tener un conocido en India ha sido una suerte por lo que ha supuesto en infraestructura básica y por la extraordinaria oportunidad de conocer de primera mano lo que podríamos llamar el “neocolonialismo occidental” en India. Apasionante, como veréis.
Su casa está en el Barrio de Hauz Khas, una zona residencial de Delhi, al sur de la ciudad. Delhi es una macro-ciudad de unos 17 millones de habitantes. En realidad no deja de ser una ciudad construida a base de otras ciudades conglomeradas, conectadas por dobles vías (de ahí que a veces se distingue entre Delhi y Nueva Delhi o se considera por separado a sus distintos distritos). La llegada supuso un sopapo en la cara de calima a más de treinta grados de temperatura. En la primera impresión de la ciudad, su aspecto general (organización de de calles y tráfico, gente en las calles) no parece un lugar más desastroso que otros países tercermundistas... estábamos en la zona rica de la India.
FOTO: El transporte local por antonomasia: el autorickshaw. Barato y trepidante.Es sábado noche y la colonia española celebra una fiesta. Así, un poco de súbito, recién llegado, aún con las legañas del viaje, me veo en una terraza de una ciertamente algo lujosa zona residencial, con una KingFisher (la cerveza local, expendida únicamente en tamaño pinta, es decir, adecuadamente) en la mano, un poco alucinado, desubicado, mientras contemplo murciélagos de metro y medio de envergadura (zorros voladores) que me sobrevuelan. La gente charla acerca de su situación y vida y me apasiona. Son trabajadores de empresas españolas que se dedican al comercio, a la gestión o a la construcción. Unos compran mercancías a buen precio, otros son ingenieros de empresas españolas que han conseguido contratos de construcción en India, otros son becarios y funcionarios de la Embajada Española. Incluso hay freelances que se dedican a asesorar a empresas, a hacer gestiones para terceros que están interesados en invertir en India.
Me pregunto cómo debe ser pasar una parte de tu vida viviendo en India, en ese planeta paralelo. Qué relaciones laborales y humanas construyes, qué cosas aprendes. Son vidas apasionantes, interesantes y, sospecho –al revés de lo que muchos opinan-, muy productivas para ambas sociedades, la india y la española. Económicamente no creo que suponga nada más trascendente que una de esas burbujas del capitalismo, una pompa que estallará un día. Pero en cualquier caso... ¿qué hay hoy que tenga más sentido que lo demás?
Una vez acabada la fiesta, más bien tarde, a casa. “David, anda, deja a esa hindú quieta, que nos vamos”. Amanece en la ciudad, hay 27 ºC, unos perros rabiosos corren tras el coche. Nuestro conductor, borracho como pellejo, nos conduce por dirección prohibida, tocando el claxon, arrollando a otros coches, motocarros, tartanas: nos desplazamos en un Tata todoterreno, el Cayenne local, y aquí el tamaño manda, amigos.
(...omitamos nuestro despertar resacoso...)La Vieja Delhi, un amasijo invivible de calles estrechas repletas de gente y gente y situadas en los alrededores del Río Yamuna (el Ganges no pasa por Delhi, frustrando el mito geográfico occidental). De entre los muchos monumentos recomendables en la zona elegimos, recomendados, Jama Masjid -una gran mezquita- y el Fuerte Rojo.
Merece la pena visitar la Vieja Delhi, pues hay que experimentar ese espectáculo humano de hacinamiento, superpoblación y miseria infame. Un santuario de olores que te abren las fosas nasales de un sopapo, de miseria humana en su estado más puro y más puto. Mendigos que morirán pronto, comerciantes con puestos repletos de mercancías baratas, puestos de comida cocinada con pinta dudosa, artesanos trabajando frente a sus talleres, mutilados pidiendo limosna, niños por miríadas, señoras con elegante sari montandas en rickshaw, de compras, un carro de lichis arrastrado por un hombre-caballo, un niño andrajoso que echa la mano y se lleva una fruta. Una actividad frenética, ajena al occidental, que es ahí un accidente, un mojón en la calle.
FOTOS: Calles de Delhi. Permanentemente atestadas de gente y abigarradas de productos que, por la propia estructura económica, no llegan a todos.La mezquita gigante en medio de un universo hindú enfrentado con sus vecinos musulmanes muestra la tolerancia por todo lo espiritual y religioso que impregna a la sociedad india (sin perjuicio que, de vez en cuando, se líe una matanza de unos pocos cientos). No hay un solo rastro de laicidad. En India se respetan, en nombre de la religión, los preceptos más curiosos, y si alegas motivos religiosos podrás comportarte de la forma más excéntrica o irresponsable. Así, si eres sacerdote jainista puedes ir desnudo, en contra de los tabúes culturales contra el nudismo o si perteneces a la religión sij estás eximido de llevar casco al montar en moto, pues tu religión te obliga a llevar un turbante. Locuras de la trascendencia.
La mezquita de Jama Masjid es grande y espectacular en algunos de sus detalles. Data del siglo XVII. Además ofrece una oportunidad interesante: se puede subir hasta uno de los minaretes (no recomendable para claustrófobos ni gente sensible al agobio, las congestiones o demasiado tiquismiquis con minucias como la seguridad) y contemplar desde arriba la Vieja Delhi. Mirad lo que se ve:
FOTO: Una pequeña porción de Delhi, vista desde las alturas del minarete. Fuera de la época de lluvias Delhi tiene una permanente capa de calima sobre ella, producto del polvo de las resecas llanuras vecinas mezclado con la fuerte contaminación.Visitamos el Fuerte Rojo (Lal Qila), que es otro resto de la época mongol, como el archiconocido Taj Mahal, de la cercana Agra (el cual, por cierto, no visitamos, convirtiéndonos así tal vez en los únicos turistas occidentales del año en no verlo). Nuestra visita al Fuerte Rojo tuvo un toque surrealista, sobre todo al hacerla en domingo. Lo visitamos rodeados de miles de turistas y curiosos... pero todos ellos indios. Éramos los únicos occidentales allí (y esto nos pasó mucho a lo largo del viaje). India es demográficamente tan potente y económicamente tan rica que produce sus propios turistas nacionales que lo invaden todo, creando una sensación parecida a la que debe tener un inglés en Benidorm, al verse rodeado de españoles recién llegados de Móstoles y vistiendo camisetas estilo imperio y chanclas.
Pero ahora me pregunto... ¿pero nunca habían visto un occidental? La gente nos hacía fotos, nos saludaba, se reía. Nos pedían que posáramos con ellos para sus fotos –me imagino que ya estoy expuesto, sonriente, en algún marco kitsch en el salón de varias casa de familia de clase media india-. Éramos celebridades. Todo el mundo se reía de nosotros (cuchicheaban “mira el guiri que ropa lleva”, “mira, está comiendo”, “escucha cómo hablan”, “por Vishnú, qué cara tan rara tiene”). Una sensación difícil de explicar. Nosotros sonreíamos, claro, como guiris bobos: era lo que se esperaba de nosotros.
FOTO: A los nativos les parecía extraño casi todo lo que proviniera de un extranjero. Aquí están arremolinados a mi alrededor por cometer la excentricidad de consultar una guía turística junto a un monumento.
ChandigarhSalir de Delhi –aunque nos lo olíamos- no resultó tan sencillo como se puede pensar.
Según recomendaciones del compañero de piso de Kike decidimos que, antes de entrar en el Himalaya, queríamos visitar al menos Chandigarh, en el estado de Harnaya y Amritsar, en el Punjab. Lo decidimos en ese momento... habíamos aterrizamos en Delhi con ideas muy vagas de lo que queríamos hacer y éramos libres para movernos a capricho.
Pretendíamos llegar a Chandigarh viajando en los míticos trenes indios, así que nos dirigimos a la Estación de Ferrocarril de Nueva Delhi. La organización no es un factor al que los indios le den excesiva importancia, y hay pocas cosas mejores para hacer negocio que un occidental perdido en la vida. Así que, rodeados de buscavidas que pretendían vendernos billetes de autobús, de primera clase de tren (aquello resultó no existir), vendernos cualquier cosa, llevarnos en avión a Leh, informantes que nos decían que en la estación ya no había taquillas, o que tendríamos que ir en el techo del tren, mientras íbamos dando vueltas por la ciudad, por fin en unas tres horas de penar, discutir, explicarnos y telefonear, conseguimos nuestros flamantes billetes para el tren de las cinco.
La India en general es como volver a los años cincuenta en muchos aspectos. Y el tren es una de ellas. Los precios del tren son prohibitivos para clases por debajo de la media-alta. El billete nos costó 450 rupias, unos siete euros (el salario medio diario de un indio anda por las 60 rupias). Así, por ser un lujo, el tren tiene azafatos y camareros y te traen prensa. Nos sirvieron una merienda caliente, zumo y té. En España en un viaje de TALGO, una vez, un revisor fue amable, y eso es lo más parecido que recuerdo haber vivido en España.
Chandigarh es una ciudad artificial, si es que esa palabra se puede aplicar a algo que siempre es artificial, como una ciudad. Tal vez sería mejor decir, planificada. Hasta los años cuarenta allí no había casi nada, apenas unos cultivos y unas aldeas, si es que esto es casi nada. Por entonces a Nehru se le ocurrió dotar al estado de Harnaya de una ciudad planificada que sirviera como capital. Se encargó el diseño a Le Courbusier y parió el feto ortogonal que es hoy Chandigarh. Fea y fría, pero eso sí, tal vez la única ciudad de la India que no es un caos.
La ciudad es un gran damero con casillas de 1x1 km. En cada casilla en el perímetro se sitúa la zona comercial y pública y en las parcelas del interior están las viviendas y las zonas privadas y comunes. Nos buscamos un hotel en el Sector 17, y fuimos a cenar al 22. Leyendo esto se puede pensar que estábamos en una especie de ciudad posmoderna del futuro. Nada más lejos de la realidad: la gente dormía en las calles, igual que en el resto de India, la circulación era alocada y el aspecto general era de suciedad y abandono. Pero la podredumbre, en vez de estar echada al tuntún, adquiría una forma cuadriculada que debería satisfacer mucho a Le Courbusier.
Aquí un mapita de la ciudad:
La ciudad tiene una peculiaridad, que visitamos. Es el Rock Garden. Se trata de un museo al aire libre que un apacible hindú –abunda bastante este perfil- construyó en silencio a lo largo de treinta años usando la principal materia prima del país: los escombros y la basura. Hoy en día es un recinto muy turístico, con más de un millón de visitantes al año. Mirad un par de fotos, que son curiosas:
FOTOS: Un enorme museo de muchas hectáreas construido a base de escombros.Luego, como si fuéramos una familia más, nos fuimos a comer al Lago Sukhna (también artificial), donde nos abrasaron la boca adecuadamente (en India debe ser así) a precios muy razonables.
Por descontado, nos equivocamos de estación de autobuses –siempre hay dos y siempre la cagas- e hizo falta coger un taxi de verdad (no un autorickshaw, ese motocarro con motor de vespino) para que nos llevara a tiempo a la correcta. Tras el caos correspondiente, conseguimos sentarnos en nuestros asientos con destino a Amritsar, la capital sij.
FOTO: Una hornacina hindú situada en mitad de la calle, en Chandigarh. Todo el país se encuentra lleno de estampas, iconos, imágenes, templetes. Unos instantes antes de tirar esta foto una hermosa rata se paseaba entre las figuras. No soy muy rápido con la cámara y se escabulló sin dejarme captar la curiosa escena...AmritsarLos sij son un grupo religioso fundado hacia el s.XV e insertado transversalmente entre las comunidades musulmana e hindú. Creen en un solo dios y en la reencarnación, pero no en los sistemas de castas. Suelen ocupar una posición social relativamente alta y son un grupo cohesionado y solidario. La imagen más conocida que tenemos los occidentales de ellos es la de un señor con barba y turbante. En líneas generales puede decirse que me ha asombrado bastante su organización y su tolerancia, pues he comprobado con sorpresa que están insertados en todos los ámbitos de la vida y en todos los escalones de la sociedad (el actual primer ministro es sij) y que su grado de proselitismo es bajo. No son endogámicos ni excluyentes y generalmente están en compañía de hindúes y musulmanes, aunque sin rebajar sus costumbres religiosas o estéticas (turbante, nunca se cortan el pelo ni afeitan, llevan una daga, un brazalete y practican la “corrección” según la entienden ellos).
FOTO: Entre los modelos involuntarios de esta foto, los del turbante son sijs, y probablemente también la señora y su hija, si es que tiene mucho sentido una mujer sij.Cuando llegamos a Amritsar sufrimos el habitual acoso de estación “hotel, sir”, “taxi taxi”, “rickshaw, sir” “your luggage”. Lo mejor es resistir estoicamente, sin prisas, llevar decidido el sitio al que quieres ir (ya que si no se encargarán de decidir por ti un hotel con el precio convenientemente hinchado), señalar a un taxista arbitrariamente y preguntarle el precio al destino, regatear para rebajarlo un 20 ó 30 %, cambiando de sujeto si es preciso. Garantizado: en cuanto hay acuerdo firme todos los pesados se esfuman, como si lloviera azufre.
Bien, después de la capitalidad de Nueva Delhi y de las calles cuadriculadas de Chandigarh, Amritsar sí que era un auténtico caos. Calles estrechas, llenas de basura, cloacas corriendo al aire libre por los bordes de la calle, miseria, gente hacinada en las calles, edificios ruinosos, mohosos, calor agobiante, contaminación, claxon, claxon, claxon. El autorickshaw se detiene en una calle especialmente sucia y mohosa (si cabe): es nuestro hotel, la destartalada Sharma Guesthouse. La Guía Lonely Planet la describe así:
si no importa prescindir de las comodidades, esta venerable institución de la ciudad vieja es un sitio magnífico donde alojarse.
FOTO: ¿Una habitación con tele y aire acondicionado? ¡Sharma Guesthouse tiene de todo! Nada funciona y todo esta sucio, pero abulta. David mira con cierta cara de susto las instalaciones.
Aquella noche tuve una pesadilla bastante fuerte, favorecida sin duda por las altas temperaturas de la noche (y puede ser que por Lariam, el profiláctico contra la malaria, también, pues tiene efectos secundarios psicoactivos). Me obsesionaba el estar en el centro de un sitio tan sucio, lleno de cloacas hediondas, en los que la gente dormía en la calle, sobre basura, sobre heces. Soñaba con una imagen del Google Earth, que se va acercando. Y se acerca como arrancando capas de cebolla, a un sitio lleno de porquería, en el que estoy. Cada vez se acerca más y más, se ven los chabolarios, se ve la miseria, se ven las aguas fecales corriendo por las calles, cada vez más cerca, ya se distinguen las calles, se pueden ver los edificios, ruinosos, y ahí me veo yo, en el centro del Google Earth, envuelto en sudor, en una habitación cochambrosa de un edificio cochambroso, en una calle repugnante del barrio más asqueroso de una de las ciudades más tórridas y sucias de un país harapiento. Zoom dentro, zoom fuera, y ahí estoy yo, rodeado hasta kilómetros más allá de auténtica mierda y miseria. La pesadilla era muy recurrente y lo pasé mal aquella noche, en que sudé litros y desperté agitado muchas veces. Aquí una imagen vaga de donde estaba yo físicamente en Amritsar... tomada de Google Earth, como en mi sueño. Ya se ve que no andaba la pesadilla tan desencaminada. Todas las calles, todas, son miserables: es la ciudad vieja. El recinto del estanque es el Templo Dorado.
Pesadillas aparte, Amritsar es un lugar estupendo y, desde luego, merece la pena visitar el Templo Dorado.
No soy muy religioso, me indignan esas perniciosas supersticiones, y la devoción cristiana o de otras religiones nunca me han conmovido en lo más mínimo. No obstante, visitando el Templo Dorado, la Meca de los sijs, he comprendido más claramente cómo son esos sentimientos de experiencia trascendente y comunión que deben sentir los devotos.
El templo –un templo sij se llama
gurdwara– está concebido como un gigantesco recinto en el que los fieles, peregrinos a menudo, pueden hacerlo todo. Se puede rezar, hacen abluciones en el gran estanque, se discute acerca de religión, se traban relaciones sociales. Pasan días ahí, e imagino que se sentirán tocados por dios. Pero no es todo espiritual, el asunto también requiere una gran intendencia. Los peregrinos duermen en grandes salas de mármol, o tirados junto al estanque, atendidos por voluntarios. Esos voluntarios –cientos- preparan diariamente comida para las decenas de miles de peregrinos que hay permanentemente en el templo. Resultaba impresionante ver montañas con miles de platos metálicos esperando a ser fregados. No se cobra entrada, la comida es gratis, el alojamiento es gratis, cada uno colabora con lo que puede si quiere. No hay tiendas de venta de quincalla ni estampitas ni porquerías como en Lourdes o en el Vaticano. Miles de barbudos con turbante desfilan para visitar el Hari Mandir Sahib, el recinto más sagrado, las mujeres cuidan a los niños. Todo está sorprendentemente limpio, andamos descalzos. La gente es amable y curiosa y se siente que honestamente te dan la bienvenida, sin mirarte como a un infiel. Y, de nuevo, somos los únicos occidentales entre decenas de miles de indios. Los niños se arremolinan y se ríen de nosotros, claro, somos muy raros.
FOTOS: El Templo Dorado de noche y de día, siempre atestadoGastamos la mañana siguiente en pasear por Amritsar, donde hicimos algunas fotos pintorescas como éstas:
FOTO ARRIBA: Una calle residencial en el centro de Amritsar. La convivencia es muy cercana. FOTO ABAJO: La vida se hace en la calle. Y los negocios. Esto es una coqueta barbería.
Luego, a mediodía, tomamos un autobús que nos llevaría directamente a Dharamsala, en la mismísima entrada al mítico Himalaya. Adiós al calor premonzónico.
Continúa...